LA ULTIMA SESION DE FREUD
Crítica de ‘La última sesión de Freud’ (Freud’s Last Session)
Sigmund Freud (Anthony Hopkins) y C.S. Lewis (Matthew Goode) debaten sobre la existencia de Dios en un drama histórico ficticio con origen teatral
El pasado viernes 7 de junio se estrenó en los cines de España la última película de Matt Brown, cuya filmografía ha estado marcada por los biopics tanto en guion con ‘London Town’ (un biopic sobre la banda británica The Clash) como en dirección con ‘El hombre que conocía el infinito’. Con esta nueva propuesta, mantiene su interés por este «género» adaptando la obra teatral del estadounidense Mark St. Germain y partiendo de una premisa cargada de potencial.
Así, nos traslada a la posibilidad (ficticia) de que Sigmund Freud, padre del psicoanálisis y crítico hacia la figura de Dios, se reuniera en sus últimos días de vida con C. S. Lewis quien, más allá de ser el autor de la saga de ‘Las crónicas de Narnia‘, también era un apologista cristiano cuya obra literaria debatió siempre en torno a la creencia en Dios.
De esta manera, nos adentramos en la propuesta con la convicción de vivir toda una lucha dialéctica entre dos personajes icónicos, ideológicamente contrarios, con la invasión de Varsovia (Polonia) por parte de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo y, por desgracia, nos acabamos encontrando con un mero trámite, falto de la complejidad filosófica que denota su premisa e ignorante frente la capacidad narrativa y visual del cine.
La adaptación de una obra teatral al cine siempre es un reto para sus artífices. Resulta muy complicado encontrar la alquimia perfecta que reúna lo mejor de ambos mundos; las interpretaciones cautivadoras y el elaborado texto del teatro debe encontrar su lugar dentro del lenguaje cinematográfico. No todo puede girar en torno al texto, los diálogos, los gestos serios de los personajes, sino también a través de la imagen y el sonido que nos hablan más allá de todo eso, sugiriendo y transmitiendo más allá de lo evidente.
En el caso de ‘La última sesión de Freud’, el miedo de sus creadores de dar una propuesta demasiado teatral se hace tediosamente tangible, dando lugar a decisiones torpes y poco ambiciosas en lo referente a lo puramente cinematográfico. Aquello que está más relacionado con su origen teatral (las localizaciones, la puesta en escena, los diálogos ingeniosos y a compás, las interpretaciones hipnóticas y creíbles) funciona lo suficientemente bien para despertar nuestro interés a ratos y salvar por momentos la película.
Sin embargo, la gran interpretación de Anthony Hopkins como Sigmund Freud y la más que convincente actuación de Matthew Goode como C.S. Lewis no pueden salvarlo todo. Tampoco el texto teatral sobre el que se construye un guion perezoso, que se queda en la superficialidad de unos personajes célebres sin indagar mucho más sobre ellos, sin revelarnos su verdadera esencia. Ni tampoco la ambientación, con una fotografía tremendamente oscura acompañada de un arte cargado de referencias históricas graves que aportan cierta identidad, pero que queda desfigurada frente al caos.
Ese caos se construye a través de decisiones que, más que distanciarnos del teatro, nos hacen refugiarnos todavía más en él. El interesante debate que desarrollan los personajes a lo largo de la película se ve interrumpido constantemente por flashbacks de los protagonistas (sobre el pasado militar de Lewis), con la inclusión de otros personajes (como la hija lesbiana de Freud) o, directamente, con salidas de los interlocutores de escena (simplemente para cambiar de localización y que no parezca tan teatral).
Con todas estas malas decisiones, el enfrentamiento intelectual entre la fe y el ateísmo (que enlaza con temas igualmente interesantes como el sexo o la política) queda enmarañado con secuencias de guion que no deberían estar ahí (porque nos alejan de lo importante: el debate) y pobres transiciones de montaje que no saben hacer frente a tanto ruido. No hay orden, pero tampoco la ambición suficiente de conseguirlo, por lo que todo se juega a una carta: su llamativa premisa.
Pese a que existe alguna fuga onírica que resulta más estimulante al aprovechar más lo cinematográfico (con planos expresivos, colores llamativos y ciertos conceptos visuales), la película se desarrolla de manera monótona y densa, con una dirección burocrática, que se centra en seguir y acompañar al texto. Todo esto nos hace cuestionar si su duración es excesiva en relación con la propuesta o, simplemente, se tratan de minutos desperdiciados por miedo a ir más allá de lo evidente y por conformismo frente a lo que funciona (un gran casting, una buena premisa).
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