A FUEGO LENTO CRITICA
La comida es un elemento que está presente de forma constante en nuestras vidas. A través de ella, no solo nos relacionamos con nosotros mismos, sino también con aquellos que nos rodean. Es un compañero cotidiano que nos alimenta y otras veces nos frustra, pero que de un modo u otro está con nosotros. Pese a ello, no suele ser habitual encontrarnos con propuestas cinematográficas cuyo foco esté en la comida, pero siempre podemos encontrarnos con bellas excepciones.
En nuestro tercer día dando cobertura a la 29º edición del Festival de Cine Francés de Málaga (organizado por la Alianza Francesa de Málaga), hemos podido acercarnos a una obra que ya ganó varios adeptos en su paso por la Sección Oficial del Festival de Cannes: ‘A fuego lento‘ (‘La passion de Dodin Bouffant’, ‘The Pot of Feu’). Se trata de la nueva película de Tran Anh Hung, un director y guionista vietnamita asentado en Francia cuyo recuerdo se mantenía gracias a ‘El olor de la papaya verde‘ (nominada al Óscar a Mejor Película Internacional) y la adaptación al cine de la exitosa novela de Murakami ‘Tokio Blues‘. Además, la película está protagonizada por dos titanes del cine francés como Juliette Binoche (‘El paciente inglés’) y Benoît Magimel (‘La pianista’).
En este primer acercamiento a la obra de Tran Anh Hung, me he encontrado con una película que no era lo que esperaba (respecto a lo que solemos encontrar en obras de época) y que, al mismo tiempo, parecía no estar dirigida hacia mí (por tratar temas más cercanos a la mediana edad), pero que, pese a todo ello, ha conseguido fascinarme y emocionarme profundamente, demostrando que el cine solo tiene las barreras que nosotros queramos ponerle.
Un baile excepcional
Más allá de mi experiencia personal, ‘A fuego lento’ no es una obra para todo el mundo. La película arranca con una primera secuencia de media hora de duración en la que nos sumergimos en la elaboración y consumición de una comida completa (con sus entrantes, platos principales y postres). Esta escena se desarrolla prácticamente en tiempo real, sin música, con un sonido cercano al ASMR que nos hace apreciar cada corte, chisporroteo o movimiento que tiene lugar en la cocina y que es ejecutado por un grupo de mujeres.
Así, asistimos a un baile donde la cámara se mueve a lo largo de los fogones y donde los personajes fluyen en torno a cada pequeña acción que sucede en cocina, ya sea encender el fuego o servir una salsa. Los ecos de esta danza que se desarrolla en la cocina acaban reverberando en la mesa del comedor, donde un grupo de hombres disfruta de cada de las elaboraciones, expresando con enunciados detallistas y poéticos los sabores y las texturas de las comidas que prueban.
Este arranque es decisivo a la hora de determinar el modo en el que el espectador se va a relacionar con la película. Para todos aquellos que quieran intentarlo, existen dos caminos posibles. Para algunos, sus sensaciones serán similares a ver un reportaje de cocina bien rodado, con una estética cercana al food porn, pero con poco interés más allá del carácter visual de la comida. Sin embargo, otros afortunados se verán inmersos dentro de ese baile y podrán seguir sus pasos, saborear sus comidas y sentir sus olores. Esos creyentes podrán ver más allá de esa bonita fachada para entender la comida como un medio para hablar y emocionar más allá de la propia palabra. Ahí es donde reside la clave de la película y donde algunos pueden terminar hambrientos y frustrados.
El amor por los detalles
Por ello, debemos dirigir nuestra mirada más allá de la comida para descubrir cuál es la verdadera historia, ambientada en la Francia de 1885. De esta forma, llegamos a los artífices de esas bellas obras de arte culinarias, Eugénie y Dodin, una cocinera y un chef que llevan trabajando y conviviendo juntos durante los últimos veinte años. El tiempo compartido entre fogones y también fuera de ellos les ha permitido tener una conexión única, cargada de sabiduría y bienestar.
La dinámica de los protagonistas nos cautiva y sorprende por su complejidad, ya que partimos con algunas suposiciones. Por un lado, podemos pensar que estamos ante una relación donde existe cierta subordinación de la mujer ante el hombre debido a la relación laboral de empleada y jefe que les une. Al mismo tiempo, apreciamos cómo son las mujeres las que ejercen las labores de cocina, mientras que los hombres son quienes dirigen y valoran dichas acciones.
Sin embargo, el carácter de Eugénie consigue dar la vuelta a ese sistema, reflejando una relación más cercana a la igualdad, donde ella establece sus propios límites y usa su poder goza para reclamar su espacio y dirigir el deseo en pareja. Esto la reivindica como una mujer con identidad propia, que existe más allá de la relación que tiene con Dodin; de hecho, la clave de su romance en sí reside en los gustos que comparten.
En este sentido, las actuaciones de Juliette Binoche y Benoît Magimel enamoran por su naturalidad y convicción, ya que residen todavía las trazas del matrimonio que compartieron en la vida real y que, finalmente, acabo rompiéndose. Vemos a dos personas inmersas en una intimidad propia que solo se exhibe en los pequeños detalles (miradas, gestos). Además, con todo ello se da visibilidad al romance en la mediana edad, recordándonos que el amor no solo puede existir en la juventud, sino también en «el otoño de nuestras vidas».
A través de la elaboración de los platos, se establece la comunicación entre ambos: las formas en las que expresan su deseo sexual, el modo en el que se dicen «te quiero», la manera en la que se cuidan. Así, la película pone el foco en las formas silenciosas de demostrar amor que se dan en la cotidianeidad, sin grandes eventos ni elocuentes palabras, simplemente con una cena bonita o con una gesto cuidado. También consigue dignificar el trabajo de la mujer y el lugar que ha ocupado de cara a los cuidados, que en este caso, se dan de forma recíproca a través de la comida. Todo esto corona un guion cuyo conflicto resulta mínimo, pero está cargado de bellos detalles y de grandes reflexiones.
Una experiencia enriquecedora
Jugando con el simbolismo de la comida, esta obra nos habla de grandes temas universales como la pérdida, el misterio de la existencia, el amor compartido o la vida en comunidad. El tratamiento de estos temas se hace desde la experiencia de la edad, algo que explicitan los protagonistas en varias ocasiones, por lo que este rasgo puede resultar más revelador para aquellos que se encuentren en una etapa más madura de su vida. Pese a ello, la indudable sensibilidad que permea la obra puede alcanzar a diferentes tipos de público, tal y como fue mi caso.
Pero sobre todo, estamos frente a una película muy bien hecha. Por un lado, tenemos una dirección impecable de Tran Anh Hung, que consigue ser abundante, sin ser excesiva. Su riqueza visual es abrumadora hasta el punto de arroparte; cada uno de sus planos están cargados de belleza y aquí también entra en juego la labor de la dirección de fotografía a cargo de Jonathan Ricquebourg (‘La muerte de Luis XIV’). El movimiento de la cámara genera un ritmo constante, pero delicado, que fluye entre diferentes momentos y espacios donde la luz resulta completamente reveladora en sus colores y sus sombras, adquiriendo un carácter simbólico lleno de fuerza. El montaje, a su vez, se une a esta orquesta controlando a la perfección los ritmos de la historia y el tiempo de las imágenes.
Del mismo modo, el arte tiene un papel fundamental, no solo en su ambientación del siglo XIX, sino especialmente en su creación de platos culinarios. La labor de Pierre Gagnaire y Michel Nave como consejeros gastronómicos nos ofrece comidas cargadas de belleza y de verdad, sirviendo como reflejo de los estados emocionales de los personajes y de la interacción (fructífera o nula) que se da entre ellos. Como forma de inmersión, el sonido refuerza la sensación de realismo que rodea a la película; el uso del sonido directo, falto de diálogos y con preferencia al silencio consigue transmitirnos múltiples sensaciones sin necesidad de tener una música que nos guíe.
Por ello, es innegable que ‘A fuego lento’ es una película especial. En ella, residen algunos rasgos que pueden alejarnos como su limitado conflicto narrativo o sus extensas y majestuosas secuencias culinarias, pero también tiene muchos elementos que pueden enamorarnos si le damos la oportunidad. Las actuaciones intimistas de unos personajes cargados de detalles, la belleza de sus planos (y platos), la idoneidad de sus movimientos y la inmersión de su sonido son varios de los motivos por los que esta obra puede llegar a anclarse eternamente en nuestro recuerdo y acompañarnos en cada uno de nuestros veranos y en cada uno de nuestros otoños.
Recuerda que puedes seguir la cobertura del 29FCFM en nuestra web.