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The Last of Us Parte II: Explorando el dolor a través del hogar vacío.

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ATENCIÓN: Este artículo incluye spoilers sobre el desenlace del primer The Last of Us y el inicio de su segunda parte.

Interacción a través de las mecánicas, ese es el código que hace inimitable al videojuego. En el cine cumplimos un único rol: somos el espectador que, desde nuestras butacas, contempla ensimismado los mágicos parajes de El Señor de los Anillos, comparte las lágrimas de Annie Collins o experimenta el terror inimaginable que estremecen a las víctimas de Jason Voorhees. Pero el espacio videolúdico actúa como una suerte de escenario donde el jugador puede lucirse. Un hilo narrativo, unas reglas y un cosmos que nos espera pacientemente para despertar, pues sin nosotros no puede materializarse en su dimensión virtual: el mundo existirá, pero nosotros somos el protagonista. Así se construye una conexión con el jugador a través del avatar que habita en el universo ficcional, siendo la mecánica la máxima expresión de este vínculo al representar un efecto directo de las acciones del jugador en el espacio virtual.

Y es aquí donde entra el primer The Last of Us. Han corrido ríos de tinta sobre este título, así que me limitaré a describir brevemente lo que quiero desarrollar. Encarnamos a Joel Miller, un contrabandista que debe recorrer un Estados Unidos devastado por la aparición del cordyceps (un hongo que parasita el cerebro de su huésped, tomando el control total de sus acciones) protegiendo a la joven Ellie, pues ella es la única cura y esperanza para la humanidad. Joel inicia la empresa contemplando a Ellie como una carga más, un paquete que debe transportar y olvidar tras la entrega a su destinatario. Sin embargo, como jugadores presenciamos como el frío corazón del contrabandista se abre paulatinamente. Aquel que renegaba de sus emociones tras la pérdida de su hija encuentra en Ellie una segunda oportunidad para redimirse. Por otro lado, nosotros como jugadores contemplamos una relación cada vez más estrecha en un mundo donde impera la ley del más fuerte. Un tierno cariño que nos conmueve e ilusiona en un escenario donde solo quedan ruinas, musgo y sangre.

Pero qué sería de The Last of Us sin ese final, ¿verdad? Ya sabéis, ese instante donde fuimos los monstruos que acabaron con la vida de aquellos que tan solo querían cambiar el rumbo del mundo. Fuimos cómplices de un acto atroz, una matanza con propósitos egoístas y nos distanciamos de nuestro avatar ante la repercusión de sus acciones. Aún así, muchos llegamos a entenderlo. Comprendimos al padre que no quiso volver a perder a su hija. Y, junto a él, impedimos que el destino nos la volviese a arrebatar siendo nosotros quienes apretamos el gatillo. Queríamos un final feliz para la pareja, sin importar el precio.

Su segunda parte no es lo que muchos esperaban. Los fans querían saber cómo se desenvolvería esa tierna relación paternofilial en el postapocalípsis. Pero no fue así. Al igual que Ellie, contemplábamos impotentes una escena desgarradora que fuimos incapaces de evitar. Olvidamos por completo la tormenta de nieve que golpeaba con violencia las ventanas del refugio, los infectados que se aglomeraban en la entrada y el peligro que suponía la superioridad numérica de aquel grupo desconocido. Solo estábamos nosotros, Joel herido de gravedad y aquel maldito palo de golf salpicado por sangre, colgajos de carne y cabello. Esperamos, como ella, un milagro que no ocurre. Joel mira a Ellie, quiere ver lo que más atesora una última vez. Ellie se zarandea, grita y amenaza. Todo se vuelve caos. Un golpe seco resuena como un eco en la habitación. Oscuridad.

Cambiando de tema.

¿Recordáis el primer Bioshock? Ignoro si seré el primero en establecer paralelismos, pero rememoremos el desenlace del megalómano Andrew Ryan. Nuevamente una cinemática nos impide decidir su destino. Lo golpeamos hasta morir mientras él se burla de nosotros, nos recuerda que tan solo somos una marioneta incapaz de zafarse de los hilos que la controlan. Y es que Ken Levine, al igual que Naughty Dog, quiere asegurar un mensaje: sois los protagonistas, pero esta es nuestra historia. La cinemática se convierte en la barrera que interfiere en nuestras acciones, una constante en el videojuego.

Tras esta breve reflexión, retornemos al fin del mundo y al eje central de este artículo. Ellie se encuentra frente a la casa del difunto Joel. Acerca su mano al pomo de la puerta. Tiembla, sabe que no será agradable. Dina le insta a quedarse fuera, ella puede encontrar aquello que busca. Pero la joven se niega, dice encontrarse bien y abre con aplomo la entrada a la residencia. Es en este circuito cerrado donde nosotros tomamos nuevamente el control, dando paso a uno de los momentos más conmovedores del título. Si la casa de Nathan Drake en Uncharted 4 invitaba a la exploración en búsqueda de felices retazos del pasado, aquí nos envuelve un aura de melancolía y dolor. Empatizamos con Ellie porque ambos hemos sufrido la pérdida. Los rayos de sol entran por las ventanas, llenando de luz habitaciones llenas de detalles, pero vacías de vida.

No es la primera vez que un videojuego coquetea con este concepto. En What Remains of Edith Finch exploramos una casa afectada por la tragedia, un monumento a la bella muerte. A partir de las pertenencias de sus antiguos propietarios conocemos sus historias y surrealistas desenlaces. Una hermosa sinfonía sobre la muerte interpretada mediante acordes extraños. La casa de Joel despliega una atmósfera que se apoya sobre una desolación sincera. La disposición de los muebles muestra las rutinas de sus últimos años, sus aficiones y manías. Interactuamos con fotos, con dibujos, con ítems que nos transportan a la primera entrega o tratan de recordarnos eventos que no hemos vivido pero que, aún así, consiguen provocar una profunda nostalgia. Una sección interactiva donde compartimos el dolor de una joven que no puede evitar detenerse para secar las lágrimas que escapan de sus ojos. Las sonrisas de Tom y Joel capturadas tras el cristal del marco de una foto, su nuevo entretenimiento tallando figuras de madera, ese icónico retrato junto a su hija, las chaquetas que cuelgan de la percha del vestidor,… Todo nos susurra recuerdos.  

Subimos al dormitorio, sobre la cama reposa una caja roja. Allí encuentra una de las pertenencias más preciadas de Joel: el reloj que le regaló su hija Sarah por su cumpleaños y que portó con orgullo, aunque estuviera completamente roto. Junto al objeto hay algo más: su revolver. Tiempo y muerte empaquetados en un mismo compartimento, siempre de la mano. La joven guarda con resolución el arma. Un gesto determinante para el resto de la aventura: volveremos a enfrentar el peligro, haremos correr ríos de sangre y nosotros seremos quienes aprieten el gatillo.

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