Siete de la mañana, lunes 6 de enero de 2003. Me levantaba corriendo ya que era el esperado Día de Reyes -En España celebramos la navidad hasta ese día- y entonces lo vi; el juego que cambiaría la visión creativa del rol japonés mainstream en la generación de los 128bits. Junto a él una consola que no estaba prevista su entrada en esta casa, donde Nintendo había reinado en la mente de aquel chiquillo que soñaba con capturar a todos los Pokemones. Cablear la consola; nervios; gritos de mi padre para que relajara el cuerpo… y ahí estaba. Escuchar Dearly Beloved por primera vez fue algo que no olvidaré y Kingdom Hearts es la última llama en la que mi infancia todavía brillaba con una luz que se apagaba.
El inicio de Kingdom Hearts es de los mejores hechos en la industria del videojuego, con Sora soñando y hablando con un «ser misterioso». Esta entidad te somete a la primera sección de un tutorial brillante y que luego se expande en las Islas del Destino, el hogar de del chiquillo y sus amigos Riku, Kairi y diversos personajes secundarios que provienen de la saga Final Fantasy. Quitando su mensaje y casi destripe de la organización de los dos arcos que tendrá cada mundo más el combate final, creo que es aquí cuando empezamos a coincidir con Sora ya que su única preocupación de su aburrida vida es poder ver otros lugares y no estancarse en una playa paradisíaca.
Toda la aventura de Sora es un viaje a lo desconocido y podríamos decir que la travesía de nuestra infancia es exactamente lo mismo. No nos enteramos de casi nada alrededor y lo único que nos preocupaba era el día a día; ir al colegio; jugar con nuestros amigos… o incluso tener que despedirnos de ellos. Kingdom Hearts siempre ha recordado como una reflexión sobre las etapas de nuestra vida. El primero; la infancia; ese viaje a lo desconocido. El segundo; la maldita adolescencia donde intentamos construir nuestra mentalidad y nos afecta más cosas de lo común. La tercera es nuestra madurez; la cruda realidad y un vacío de respuestas siendo algunas opacas.